Por María Elisa Ceccacci
Hace unos años volvía de ayudar en un congreso de voluntarios de la Cruz Roja. Había estado todo el día en un stand, no recuerdo muy bien de qué, haciendo no sé qué, mientras voluntarios de todo el mundo asistían a charlas. Fue una experiencia un tanto desconcertante porque, aunque fui a ayudar en lo que hiciese falta, esperaba una experiencia más significativa. En fin, el congreso acabó y volví a mi casa pensando que, en cierta manera, había echado a perder mi único día de descanso después de una larga semana laboral. Problemas del primer mundo, “you know”.
De vuelta a casa, entré en Mercadona y, cuando estaba eligiendo si compraba queso de cabra o de vaca, un chico, creo que africano, me preguntó, en un español que denotaba que llevaba algo de tiempo aquí, que si tenía un par de euros para completar el pago de su compra. Le dije que claro, pero como no llevaba efectivo, que esperara que cogiera unas cosas más y me acompañara a la caja y así pagábamos juntos.
Hablé con él un poco en los minutos que estuvimos juntos en el super y, cuando llegamos a la caja y mientras él pasaba sus cosas, le dije a la cajera: «cóbrame lo suyo a mí». Todo lo suyo sumaba unos 10 euros. Sé lo que estáis pensando. La superheroína, ¿eh? No me cojáis manía aún. Esta historia tiene un propósito.
La cosa es que este chico, del que no recuerdo el nombre, estaba tan agradecido que yo no lo podía creer. Estuvimos hablando un buen tiempo en la puerta del Mercadona, constantemente me daba las gracias y no me dejaba llevar las bolsas. Yo le decía que no había sido nada. Me contó que vivía en un piso con muchas personas más, que todos los días iba y venía andando de un pueblo a las afueras. No se daba cuenta de que todo lo que me decía me rompía porque tenía el dilema de querer hacer más y no poder, la duda entre confiar o no confiar, la incomodidad de conocerle más o dejar que conociera de mí.
Finalmente, le dije algo así como “no me des más las gracias, pero si tienes ocasión, que la tendrás, haz lo mismo por otra persona cuando puedas”. No sé si me entendió. Nos despedimos, me dio un abrazo y se fue canturreando mi nombre en voz alta por la calle. Me dijo, antes de irse: “Elisa, nunca se me va a olvidar ese nombre”.
Qué reacción tan exagerada, ¿verdad? Yo no sabía qué pensar. Estaba segura de que no había hecho nada especial. Sin embargo, para él fue extraordinario. Y después de que pasó, fue extraordinario para mí también. Él no sabe que, en ese día, su reacción cambió algo en mí. De repente, su historia dejó de ser algo aislado y en los siguientes días, meses y años abrí los ojos a historias muy similares que me rompían el corazón y que a la vez lo reparaban. No eran historias nuevas, siempre habían estado ahí, cerca. La cosa es que yo no las veía.
Son tantas las historias de migrantes que llegan a nuestra ciudad y la mayoría duras. He conocido muchas y, tristemente, no solo se sufre al salir del país de origen, sino también al llegar al país de acogida. A veces, cuando por trabajo, hablo con solicitantes de protección internacional o migrantes que buscan arraigo para quedarse en España, escucho historias fuertes, realidades presentes duras, pero identifico también ganas de lucha y de esperanza.
El propósito de lo que cuento es apelar al que lo lee a que se detenga a escuchar, a fijarse, a pensar dos veces antes de dar una mala contestación, a sonreír y a intentar ayudar en lo que pueda. En definitiva, a convertirnos en unos buenos anfitriones y practicar la hospitalidad. Al fin y al cabo, la ciudad en la que vivimos es para todos y todas.
Despojémonos, pues, de prejuicios, conozcamos las historias y practiquemos la hospitalidad. Seamos unos buenos anfitriones en esta ciudad prestada porque, quién sabe, a lo mejor estamos hospedando ángeles sin darnos cuenta.
No os olvidéis de mostrar hospitalidad, porque por ella algunos, sin saberlo, hospedaron ángeles.
Hebreos 13:2 (La Biblia)